Eran
aproximadamente las 7 de la tarde, bajando por la Gran Vía madrileña, a la
altura de los numerosos teatros y bares especializados en jamón. Dos hombres,
el más alto en un caballo del que se recuerdan mejores épocas, y el segundo en
un destartalado burro, hablan con caras estupefactas ajenos al ruido de
cláxones que, taxistas, autobuseros y conductores que terminan su jornada
laboral de turno partido, están provocando.
-
Insisto en que por
aquí no parece que sea. No alcanzo a ver las amadas olas de trigo que indican
la proximidad de la lumbre.
-
¡Silencio! ¿A caso
mi intuición nos ha llevado a cosa mala en alguna ocasión? –Replica el más alto
de los dos.
-
Con el debido
respeto, no se trata de que nos lleve a cosa buena o mala, sino a casa.
Siguen
bajando entre brazos que salen por las ventanillas con un dedo más marcado que
los demás y continuas referencias a las progenitoras, cuando de repente, en un
brusco movimiento, el hombre recubierto de color plata frena a su caballo en
seco.
-
¡Sancho! ¿Ves
aquella silueta que se vislumbra al fondo de color amarillo y negro?
Sancho,
con las piernas temblorosas, no alcanzó a decir nada. Su aventurado compañero,
el hombre más valiente que había conocido, pareció por un momento estremecerse
por completo ante lo que en unos pocos minutos iban a tener frente a frente.
Era difícil describirlo, no recordaban haberse enfrentado en sus múltiples
aventuras a nada igual, una bestia, feroz, que parecía forastera, llegada de
algún punto de la Sabana.
Se
acercaban con cautela, atravesando heladerías, tiendas de ropa y numerosos
bares repletos de gente ruidosa con claros signos de llevar una caña o un tinto
de más, pero sorprendentemente les invadía el silencio. Ese silencio que, como
si de un agujero espacio temporal se tratara, lo envolvía todo cuanto les
rodeaba de forma misteriosa.
Como
cualquier gran batalla, duelo o escaramuza, sentían lo que siente cualquiera en
un momento de tanta tensión. La boca se secó por arte de magia, una pequeña
masa blanca y pastosa era todo lo que tenían en ella. Las piernas, pese a estar
descansadas al no ir andando, llevaban encima el peso de mil hombres. El
estómago y el corazón, predijeron lo que podía ocurrir y eran los primeros en
querer salir de su celda corporal. El cerebro daba una serie de argumentos
infalibles para convencerles de que lo más sensato era huir de allí a toda
prisa y perder el orgullo antes que la vida.
Mientras
tanto, su particular adversario, con mirada fija y ojos profundos, negros como
el hollín, se mostraba impasible, orgulloso, alguien que no duda de su victoria
y se permite el lujo de mirar desafiante pese a estar en inferioridad numérica.
Rostro serio, fino, sin arrugas ni heridas de batallas anteriores, orejas
redondas y proporcionadas y un abundante pelo alrededor del rostro. Era una
melena cuidada, firme, fuerte y esplendorosa, propia de un Rey.
Sorprendentemente,
Rocinante fue quien dio el primer paso. Galopó y galopó, cada vez con más
velocidad, en parte gracias a la inclinación de la carretera, que le permitió
enseguida llegar al punto de no retorno, en donde frenar ya no es una opción
real. La amistad que le unía a su compañero de aventuras y su determinación,
provocó en Don Quijote una reacción parecida a la del jamelgo, empuñó fuerte su
lanza y se armó de valor y esperanza.
Sancho,
desde la distancia, les contemplaba con una mezcla de alegría por ver a dos
amigos ir con coraje ante su enemigo, pero con temor ante lo que les podía
pasar. Era conmovedor ver la escena, avanzaban a tal velocidad que solamente
duró unos instantes, pero fueron unos segundos que ya formaban parte de la
historia entre ambos.
Don
Quijote, golpeado furiosamente por el viento en las arrugas de su cara, sintió una
unión fraterna con su amigo Sancho y con Dulcinea, puesto que los rostros
sonrientes de ambos fueron el último pensamiento que tuvo cuando vio de cerca
aquella nariz con forma de uve aplastada.
El
sonido que emitió el espectacular choque, con Rocinante elevándose en el aire
hasta parecer que levitaba, fue estremecedor. Don Quijote impactó con su lanza
en el blanco, algo más a la derecha de lo que le habría gustado, pero ya se
sabe que en determinadas circunstancias el cuerpo no responde como a uno le
gustaría. Una pequeña explosión, chispas y cristales por los suelos, los
viandantes mirando desconcertados a lo que ocurría, pensando que, por culpa de
un frenazo y un conductor no muy atento, habían chocado dos coches.
Foto: pasotraspaso, Jesús Solana (Flickr)
Don Quijote emergió del humo que había a su alrededor con Rocinante a su lado, se les veía exhaustos por el esfuerzo realizado, pero en sus miradas el honor y el orgullo permanecía intacto. Sancho, esta vez sí, corrió hacia ellos con los brazos abiertos y embargado por la euforia.
-
Se logró, parecía
imposible, pero se logró. - Dijo entre jadeos el hidalgo.
-
¡Pensé que ibais a
morir! - Replicó Sancho.
- Vayámonos de aquí, vayámonos a casa.
Tan
pronto como bebieron agua, todos emprendieron su camino, cabeza alta y espalda
erguida, sabedores de su hazaña. En sus cabezas, una vez que se les pasó el
susto, deseaban terminar el viaje de manera tranquila, sin sobresaltos de
ningún tipo, a lo máximo que aspiraban era a una pequeña discusión sobre si
pasaban la noche aquí o allí.
Lo que no sabían, era que habían vuelto a tomar un camino equivocado y
que unas cuantas calles más allá, a la altura de Chamartín, aguardaban cuatro
gigantes, uno detrás de otro, desafiando las alturas de todas las catedrales
que habían visto sus ojos y que esperaban, pacientemente, algún valeroso que
osara derrotarlos. Sería con el próximo sol, por el momento se dedicarían a contemplar
con una sonrisa el atardecer de Madrid, pensando cómo habían cambiado sus
molinos.
Christian Mur Gracia